Retazo
A las afueras del panteón Dolores, una mujer ofrece sus servicios a los visitantes. “Le limpio la tumba oiga”, dice a la gente que con flores en mano -algunos- ingresa a uno de los camposantos más antiguos de la ciudad, a cuyo costado se encuentra el Del Carmen.
Si se acepta la propuesta, de inmediato acompaña al visitante armada de un carrito metálico para el mandado que contiene las herramientas: una tina que antes contuvo pintura, una escoba, un bote de litro, trapeador, una bolsa de detergente y un trapo.
En el camino cuenta que se dedica de lleno a esta actividad desde hace como dos años, antes lo sólo durante los días de muertos, el 10 de mayo, etcétera, y cobra 20 pesos por limpiar la lápida con agua y jabón, así como por retirar hierbajos, flores muertas o coronas desgastadas por la lluvia, el viento y el polvo. No rebasa los cincuenta años de edad.
“Me tengo me meter medio a escondidas porque luego los del panteón me sacan porque no les quiero pagar”. Cuenta que los empleados le piden una parte de su ganancia para permitirle trabajar.
Ya frente a la tumba agarra la tina y busca la toma de agua más cercana. Regresa con ésta llena, le pone un par de puños de detergente, sumerge la escoba en el agua jabonosa y friega la lápida, todos y cada uno de sus recovecos. En algunos casos, gracias a esto el doliente puede recordar las fechas de natalicio y/o muerte de su ser querido ocultos por la tierra acumulada. Mientras, ella sigue la brega debajo del sol de mediodía.
“Tengo viva a mi mamá, ya está grande y la tengo mala, no puede caminar y necesita pañales, antes cuidaba yo a un chamaco hijo de una hija mía, pero ya no”, cuenta. Lamenta que ahora ninguno de sus cinco hijos la vaya a visitar a la casa. “Ya no me necesitan, pero pos una sí extraña, nomás van cuando les falta dinero”, menciona. Además de asear sepulcros obtiene un ingreso extra preparando comidas.
Todo lo cuenta a pregunta expresa, su trabajo lo hace en silencio, porque dice que la gente no va a hablar. Y es cierto.
Tras la limpieza, quita los restos de jabón -ahora lleno de mugre- echando agua limpia. Luego, con el trapo retira lo que haya quedado y hurga en las letras que componen el epitafio. Absorbe el exceso de líquido con el trapeador. Acabado esto quita de la jardinera, macetas o jarrones los tallos de plantas, los junta y los tira en alguno de los botes de basura que están al inicio de los pasillos.
Vuelve a la tumba para recoger los utensilios y pide su pago. “Que Dios le dé más”, se despide, y desanda el camino rumbo al pórtico del panteón con la esperanza de repetir la historia.
Si se acepta la propuesta, de inmediato acompaña al visitante armada de un carrito metálico para el mandado que contiene las herramientas: una tina que antes contuvo pintura, una escoba, un bote de litro, trapeador, una bolsa de detergente y un trapo.
En el camino cuenta que se dedica de lleno a esta actividad desde hace como dos años, antes lo sólo durante los días de muertos, el 10 de mayo, etcétera, y cobra 20 pesos por limpiar la lápida con agua y jabón, así como por retirar hierbajos, flores muertas o coronas desgastadas por la lluvia, el viento y el polvo. No rebasa los cincuenta años de edad.
“Me tengo me meter medio a escondidas porque luego los del panteón me sacan porque no les quiero pagar”. Cuenta que los empleados le piden una parte de su ganancia para permitirle trabajar.
Ya frente a la tumba agarra la tina y busca la toma de agua más cercana. Regresa con ésta llena, le pone un par de puños de detergente, sumerge la escoba en el agua jabonosa y friega la lápida, todos y cada uno de sus recovecos. En algunos casos, gracias a esto el doliente puede recordar las fechas de natalicio y/o muerte de su ser querido ocultos por la tierra acumulada. Mientras, ella sigue la brega debajo del sol de mediodía.
“Tengo viva a mi mamá, ya está grande y la tengo mala, no puede caminar y necesita pañales, antes cuidaba yo a un chamaco hijo de una hija mía, pero ya no”, cuenta. Lamenta que ahora ninguno de sus cinco hijos la vaya a visitar a la casa. “Ya no me necesitan, pero pos una sí extraña, nomás van cuando les falta dinero”, menciona. Además de asear sepulcros obtiene un ingreso extra preparando comidas.
Todo lo cuenta a pregunta expresa, su trabajo lo hace en silencio, porque dice que la gente no va a hablar. Y es cierto.
Tras la limpieza, quita los restos de jabón -ahora lleno de mugre- echando agua limpia. Luego, con el trapo retira lo que haya quedado y hurga en las letras que componen el epitafio. Absorbe el exceso de líquido con el trapeador. Acabado esto quita de la jardinera, macetas o jarrones los tallos de plantas, los junta y los tira en alguno de los botes de basura que están al inicio de los pasillos.
Vuelve a la tumba para recoger los utensilios y pide su pago. “Que Dios le dé más”, se despide, y desanda el camino rumbo al pórtico del panteón con la esperanza de repetir la historia.
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