La ciudad donde vivo es un niño limpiando un fusil





A eso de las 8:50 subo a un taxi. En la calle se puede ver el vapor producto de la lluvia de anoche. Empaña mis lentes. El cerro de La Silla, el de la Campana y más allá están cubiertos de vaho. Eso y el chillante sol le restan nitidez —más de lo usual— al entorno. El chofer tiene encendido el radio en las noticias. Habla Calderón sobre la tragedia ocurrida ayer por la tarde en el Casino Royale, ubicado al poniente de Monterrey. Tal vez tiene mala memoria o un área de prensa inepta. O ambas opciones. Dice lo mismo de siempre, en el más grave crimen masivo de su sexenio. Se solidariza con los familiares de las víctimas y con los nuevoleoneses en general. “No dejaremos solo a Nuevo León”. Hallarán a los responsables de bañar de gasolina las instalaciones del casino para luego prenderles fuego con gente aún dentro del sitio. Nos invita a trabajar unidos para enfrentar las adversidades. Culpa a la vecindad con Estados Unidos por ser el mayor consumidor de droga y el mayor vendedor de armas del mundo. Eso nos tiene empinados, parece decir. Invita al Ministerio Público y a los gobiernos a “revisar” sus estructuras. Llama a la ciudadanía a denunciar ilícitos y al crimen organizado.

El presidente hablaba en tono oficial, monótono, átono, gris, mancillado, repetido, agotado, resentido. Algunas de sus frases me hacían resoplar. Me di cuenta de algo: el taxista hacía lo mismo.

Hablar estaba de más, supongo.


Venus se descomponía. Parecía que el virus cogido por ella en los arroyos, sobre las carroñas toleradas, aquel germen con el cual había envenado a un pueblo, acababa de subírsele al rostro y lo había podrido. La habitación estaba vacía. Un fuerte soplo desesperado subió del bulevar e hinchó las cortinas.

¡A Berlín! ¡A Berlín! ¡A Berlín!







Naná, Émile Zola.

Comentarios

Termómetro