“Yo soy quien soy, y no me parezco a naiden…”

Free Image Hosting at www.ImageShack.us

Hace relativamente poco tiempo me topé con el mensaje de una mujer que recientemente celebró el ritual del matrimonio. Sé que esto pasa todos los días en todo el mundo, a estas alturas del partido ya no debe sorprender, pues la costumbre está tan arraigada que ya nadie, o casi nadie, se da cuenta del significado del hecho de que cuando las mujeres se casan la tradición y lo socialmente aceptable dictan que, al igual que una argolla o alianza, debes portar el apellido del esposo.

Dicha costumbre se remonta a siglos atrás, cuando la cultura patriarcal (más o menos allá por los romanos y la influencia judeo cristiana) se gesta en Occidente y se expande por todo el mundo. Para los romanos, tanto las mujeres, como los hijos y los esclavos eran posesiones de igual o menor estima que los caballos o perros de caza, sin libertades de ningún tipo y cuyas vidas y su duración dependían exclusivamente de las decisiones varoniles. España, tras la invasión árabe y su rica mezcla con lo judío y otras vertientes, mantuvieron este uso y costumbre, inoculándolo al Nuevo Mundo, o quizá reafirmándolo, porque aquí los ancestros prehispánicos, salvo contadas excepciones (muy contadas) andaban más o menos por las mismas.

Desde niña me llamó la atención la forma en cómo los apellidos de las conocidas de la familia crecían de un día para otro, y por el contrario, los de mis tías y mi madre se mantenían como siempre a pesar de haberse casado, y cómo siempre los apellidos de padres, hermanos y hombres en general prevalecían, pero los de las mujeres no. En el trance de la adolescencia, con la rebeldía sin encauzar y sin entender una chingada de muchas cosas, deseé con todas mis fuerzas cambiar el orden de mis apellidos ya que el Ponce de León siempre me sonó más armónico que el común Ramírez, pero me topé con el hecho de que para el país, mi identidad se estableció desde que nací bajo el patronímico Ramírez, y que si deseaba cambiarlo costaría tiempo, mucho dinero y esfuerzo, ya que equivaldría a hacer todos los trámites habidos y por haber para forjarme esa nueva identidad ante las leyes mexicanas.

En algunas casas reales de antaño, sin embargo, hubo ocasiones en que, con fines imperiales o de poder, el apellido de la madre sustituía al del padre en orden de importancia, pero pues bueno, garbanzos de a libra.

Al paso del tiempo y las lecturas comprendí que bajo el esquema patrilineal y sus esquemas, desde que nacemos las mujeres llegamos al mundo signadas o marcadas con esta suerte de “sello”, que nos hace identificables ante los demás; es decir, somos las hijas “de”. Corren los años y si llegamos a casarnos, dejamos de ser hijas para convertirnos en “esposas de”, por lo que con suerte y voluntad de nuestra parte, la época de soltería sería el único espacio de identidad relativamente propia, dependiendo si nos desempeñamos en el ámbito laboral o social, o no.

Hay mujeres que cuando se casan portan con orgullo el apellido de su esposo, se aferran a éste como el símbolo de una nueva etapa en su vida, lo lucen, lo deletrean cuando les piden sus datos a donde quiera que van, lo escriben infinidad de veces en la libreta de notas mientras chalean por teléfono. Se saben y se sienten nuevas. Puede que eso esté bien, siempre y cuando las haga felices. Sin embargo, muchas veces me he preguntado que pasa inconscientemente con la identidad de estas mujeres que estrenan estatus, marca registrada o denominación de origen. Cuando las veo lucen radiantes, realizadas, satisfechas. Pero no sé si la imagen corresponde a la realidad. Ignoro si su propia identidad, su ser en este mundo tatuado de reglas y tabúes está basado en su propia valía o en la de su pareja o familia.

La gente que me conoce sabe las razones por las cuales no creo en el ritual del matrimonio, o por lo menos no lo tengo en la alta estima que se le suele tener. Para mí, Alma es Alma y no necesita colocarse o colgarse del nombre de otra persona y todo lo que esto conlleva, pues me ha costado años de trabajo forjarme una identidad que aún sigue en construcción como para que de la noche a la mañana ésta deba modificarse.

Este asunto de ser “la mujer de” me parece, con perdón de quienes no piensen igual que yo, en una suerte de “marcaje personal”, una sutil forma de ejercer el poder masculino, pero como dije anteriormente, esta expresión lleva tanto entre nosotros que ya nadie lo percibe como tal, ya es algo natural pues. Pero como tantas costumbres (como las fiestas de quince años y la presentación de las jovencitas en sociedad, que antaño servía para declarar oficialmente que las chicas estaban en edad casadera y disponibles), nadie se pregunta cuál es el verdadero significado que justifique su vigencia.

Habrá quienes piensen que esto lo escribe una mujer amargada que no conoce el auténtico significado del amor, una vieja levantisca quemabrassieres, una “envidiosa del pene” como pensaba el obsoleto Freud. I don´t care. Pero eso sí, las únicas marcas que tolero y acepto vivir con ellas, y eso porque son inevitables, son las del paso del tiempo, por más botox y cirugías disponibles.

Crédito del cuadro: Mujer sentada en bar, de Pedro Sanz González. Óleo sobre lienzo.

Comentarios

Alma: encontré buenas reflexiones en tu blog.
Visita el mío en:
http://carlosdanielabasto.blogspot.com
Saludos desde Argentina!
Alejandra dijo…
Hola Alma, que buena reflexion neto. Sabias que en Austria asi como la esposa pierde sus dos apellidos y se pone el de su marido, el esposo conserva su primer apellido pero adquiere como segundo el de su esposa. Chistoso no? pero un poquito mas justo.
Saludos
lacuevadelaloba dijo…
Que se impriman 150 millones de folios con este artículo y se repartan a cada una y uno de los seres que pululan en esta república, con la obligación de que sea leído y memorizado.
Un 15 por ciento del tiraje en Braille, otro 12 por ciento en las lenguas indígenas.
Más sobrantes para reposición.

Ya dije.

Besitos levantiscos
El Negro dijo…
Me has dejado de a cuatro...
Muy chingona tu disertación.

A Jenny de repente le piden el nombre y para no complicarse con vida con un burócrata inepto responde, Jennifer de Álvarez. Y cuando nomás no le da la gana, se chinga en el infame dependiente gubernamental y le dice "Mi nombre es yenifer-conjotaydobleene-brinkman-be-erre-i-ene-ce-ka-eme-a-doble-ene" Con eso el tipo tiene para el próximo mes material para su crucigrama.

Aun así, para efectos prácticos de albures y cábulas, y por el principio de incertidumbre continuarás con el epíteto de "La Mujer del Oso". Tómalo por donde quieras, (sin albur)
Anónimo dijo…
El Beto se defiende aqui por que en su blog no puede con Pedro..

Ahh..... por cierto a mi me gana mi vieja, tons lo del apedillo vale madre
Javy Regio dijo…
ES QUE RECUERDA QUE DIOS HIZO A LA MUJER PARA QUE EL HOMBRE NO SE ABURRIERA...............AHI LA CAGO PORQUE MEJOR LE HUBIERA DADO UNA SUSCRIPCION A SKY O A CABLEVISION .............JAJAJA........

SALUDOS ALMITA Y QUE MILAGRO QUE REGRESA,YA QUE ECHE VARIAS VUELTAS Y NO VEIA NADA NUEVO.
blankh dijo…
muy buen post Alma, y SI te topas con cada vieja que centra u vida en conseguir marido y lucir ese apellido como trofeo sin darse cuenta que la que pasa a ser "propiedad de ...." es ella. PEro bueno si asi son felices.....

Termómetro