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Hay situaciones comunes que saltan a los sentidos cada que viajas a puntos del país que no han sido invadidos por la urbe y sus mañas, además de sus ventajas, desde luego. Desde la calidad del aire respirable, el cambio de velocidad con que vives a diario, hasta el trato de la gente. Si lo habitual es despertar a las 8 am, llenar un termo de café negro, salir pitando de casa para lidiar con el tráfico y llegar raspando a la oficina, taller o lo que sea, cuando cambias la rutina es casi inevitable sufrir una especie de jet lag (o tal vez lo correcto sería decir el bus lag). Hace dos años, a la Luppa y a mí nos pasó algo que viene a cuento, cuando durante el primer día de estancia en Zacatecas nos paramos muy orondas a las 8:30, bajamos al restaurante del hotel a desayunar. En nuestras mentes el plan estaba trazado: comer en chinga algo y correr a tomar el primer tour rumbo a los ex conventos. El plan sufrió el primer revés. La vida comenzaba a partir de la 10:30. Y ahí quedamos en el restaurante del hotel en el intento de que nos cayera el veinte y adoptar la bendita filosofía del slow food.

En Paracho la costumbre indica despertar antes de que salga el sol para ir a la labor, ir por la leche o el pan, entre otras cosas. Durante el viaje de ida vi a más de una mujer a eso de las 5:30 o 6 con suéter, mañanita o rebozo caminar por las calles de los poblados de paso con vasijas o cosas envueltas en paños. Ya en el pueblo solía abrir el ojo sólo para darme cuenta que la única luz en la calle era la del arbotante que daba justo en la ventana del hostal. Pero bueno, el caso es que tras aguardar un par de horas antes de levantarme y darme un baño, salía rumbo al centro a un local donde vendían yogur y licuados, resistiéndome al obsceno olor de las carnitas que cual sirenas a Ulises llaman a cualquiera (excepto a los vegetarianos) a refocilarse en el placer de la carne. Y aunque esta acción no es pose, lo mejor era blindarse la flora intestinal porque no sabía cuáles serían los manjares de la jornada.

Aquello iba desde el pollo con mole, barbacoa de carnero o res, gorditas, el choripo (caldo de pescado espesado con masa de maíz) con corundas (suerte de tamales en forma pentagonal, elaborados con maíz y manteca de cerdo, algunos rellenos de verduras), las tortillas de maíz azul recién hechas, las ya mencionadas carnitas y chicharrones. Lo mejor de todo, sin conservadores. De beber, aguas de frutas o natural, café de Uruapan y de Chiapas, tequila con soda de toronja y atole. Y de paso, la vendimia de frutas, verduras y elotes asados. Lo más rico, los rambutanes, parecidos a los lichis, fruto asiático de sabor similar a la mora. Sin duda, probar la gastronomía es crucial a donde vayas.

Conocer a la gente también. Tras despojarte de la paranoia citadina, el carácter y el trato de la gente michoacana es una delicia. Cálidos pero no empalagosos, de pocas palabras, pero contundentes. Sin gritos ni aspavientos, todo acorde con aquel universo. La mayoría eran mujeres, niños y personas de la tercera edad, esto debido a que muchos hombres han migrado a Estados Unidos en pos de mejor calidad de vida. Una noche, platicamos con un par de niños.

¿Qué hacen tus papás?
Mi mamá hace comidas para vender.

¿Y tu papá?
Está en Washington. Se fue a recoger manzanas.

¿Hace cuánto se fue?
Como dos años.

¿Te habla por teléfono?
A veces.

¿Y qué te dice?
Que me porte bien.

¿Te dijo cuándo va a volver?
No, dice que no me quiere decir para que sea sorpresa.

¿Tú quieres ir allá con tu papá?
No, yo me quiero quedar aquí a jugar. Dice mi papá que me voy a aburrir allá.

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No hubo un sólo día sin lluvia, por eso no se pudo ir a las ruinas del tristemente célebre pueblo arrasado por la erupción del volcán Paricutín en 1943. Tampoco a Santa Clara del Cobre, famosa por sus artesanías, mucho menos a las comunidades de los alrededores: Aranza, Urapicho, Cherán, Ocumicho, etcétera. Ganas no faltaron. Aún así Paracho tuvo mucho qué ofrecer. Conocimos al único mexicano que fabrica guitarras hawaianas, que ha vendido en Estados Unidos y Australia; al cronista del pueblo, un chavo que para estas fechas debe estar terminando su doctorado en la UNAM sobre el legado de Vasco de Quiroga y la factura de instrumentos de cuerda en aquellas tierras; también a Carmen Hernández, directora de cultura del municipio, quien nos platicó de un programa de alfabetización para adultos en las comunidades indígenas de Michoacán, el cual fue diseñado por maestros cubanos, quienes capacitan a habitantes de la localidad para que sean ellos quienes alfabeticen a los demás. También a Dolores, una mujer que vivió de niña la erupción del Paricutín.

El día que Carmen contaba detalles del programa de alfabetización, de pronto interrumpió la entrevista. Fuera de su oficina, se oía a gente gritando consignas. Me dijo que eso era lo que me quería mostrar. Salimos del palacio municipal y un grupo de unas cincuenta personas habían detenido el programa y habían subido al escenario de la plaza. Algunos portaban pancartas que denunciaban el fraude electoral por el cual Andrés Manuel López Obrador había perdido la presidencia. Eran habitantes de varias comunidades que expresaban su rechazo a los comicios. Comencé a tomar fotos.

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