Anécdotas, mejor escritas que platicadas

Algunos días, al salir de la escuela, mi mamá y yo íbamos a comprar algo de comer para llevar a casa. Así, recorríamos Félix U. Gómez rumbo a su cruce con J.G. Leal, hasta llegar a la esquina de los Pollos Supremo, cuyo logo es un pollo feliz de amplia pechuga complementado con el nombre del negocio en letras rojas.

Desde las vitrinas de ese local que aún existe (si es que acaso no soy víctima de senilidad precoz) podía verse a un empleado que cortaba los pollos asados en trozos con un enorme cuchillo como el que usan en algunas caricaturas de la Warner para perseguir al Pato Lucas.

Golpe para dividir pechuga en dos partes, otro a cada mitad y otros dos para separar las piernas (en ese entonces mi pieza favorita) de los muslos. Usando el cuchillo como espátula, el hombre movía las piezas de la tabla para cortar -que era el segmento de un tronco- y las colocaba en una bandeja de hielo seco con tapa.

Y bien dicen que la infancia se regodea en un peculiar disfrute de lo escatológico, lo siniestro, la crueldad o lo grotesco, ya que mientras mi madre pagaba, yo disfrutaba viendo al hombre aquel desmembrando al ave con certeros golpes de esa suerte de cuchillo-hacha, aunque ni entonces ni ahora he tenido en mis manos un instrumento como ese, a pesar de ser buena en el uso de armas punzocortantes.

En quinto grado de primaria, mi madre pidió el cambio de plaza de la escuela donde trabajaba (a dos cuadras de ese negocio), ergo, yo también cambié de escuela. Desde entonces jamás volví a comer Pollo Supremo, aunque de vez en cuando he pasado por ahí.

Y cuando de pronto veo el local en medio del smog, la basura y los teporochos nocturnos, me pregunto si quien corta los pollos ahora tendrá también como fan a algún niño o niña que admire en secreto cómo segmenta el cuerpo de un pollo recién salido del asador.


A la próxima: los aparadores de Famsa…

Comentarios

Termómetro