Si amas algo, déjalo libre. Pero sobre todo, no le pegues


Alguna vez dijeron que me habían golpeado desde que era bebé. Obvio, no lo recuerdo. O tal vez la mente se protege. O a lo mejor sufrí amnesia debido a alguna contusión. Recuerdo, sí, estirones de orejas, coscorrones, pellizcos. Recuerdo más las bofetadas. Más aun los cintarazos. Especialmente los que dejaban en mi espalda marcas con forma de “x”. Rojas. Inflamadas a causa de la piel sensible que me heredaron.

A veces me golpeaban por hacer travesuras o desobedecer. Pero otras veces, especialmente los fines de semana, cuando el alcohol aparecía en mi casa bajo la forma de caguamas, los trancazos podían ser por cualquier cosa. Una vez me estamparon la “x” en la espalda por no querer ver una película en vídeo. Otra, por hacer gestos. En una de esas ocasiones, la “x” hizo juego con los tirantes de mi traje de baño, al día siguiente, mientras los primos chapoteábamos en una alberca y las madres, sentadas a la orilla, hablaban. Tendría unos siete años.

Me pegaron por contestar, por enojarme. Por apoyar el lápiz en el dedo anular y no en el medio. Por elegir cortarme el pelo. Me dijeron que yo no podía decidir eso porque era una niña. Por escribir chueco. Por orinarme de miedo a los cinco años de edad al ver cómo mataban un cabrito que, ingenua, adopté como mascota. El tufo de cerveza rancia bandoneaba, era como una alerta. Como cuando sabes que la tormenta viene porque el aire huele a charco, a humedad. Recibí silencio antes que consuelo.

Cosa de los tiempos, de generaciones, dirán muchos. Aquí no hay nada excepcional. A todos, o casi todos, nos pegaban, igual o peor. Durante un tiempo reproduje el esquema. No me enorgullezco. Secuelas: aversión a la violencia, identificación inmediata de perfiles maltratadores, en ellos y ellas; entender que si no lo desean acaban repitiendo el ciclo; enrabiarme cuando madrean a alguien en desigualdad de circunstancias, y domeñar a base de cerebro el gusano de la violencia. Porque nunca se va. Porque todos los días trabajas en eso, víctima o victimario. Porque esas historias no deben repetirse, aunque a veces se asomen. Porque nunca se va.

Una vez, alguien les achacaba a mis amigas el que yo abrazara “la moda del feminismo”.

Pero esa “moda”, la “adopté” casi diez años antes de conocerlas. El día que prácticamente salimos de casa huyendo de los golpes.


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