Inbox muerto: 2004.

En la oscuridad, entre la selva, acecha un racimo de rostros con lágrimas tatuadas en las mejillas. Esperan el paso del tren de carga. Es el infierno que se lleva dentro. Es la furia irracional, inhumana, sórdida. Es la Mara Salvatrucha a punto de saltar sobre los indocumentados que acaban de cruzar la frontera rumbo a la tierra prometida que imaginan en el paraíso capitalista del norte. El gran fenómeno de las migraciones, su violencia y degradación son el motor de esta novela cubierta por las huellas que a su paso dejan las masas emigrantes, por los cambios que sacuden las costumbres locales y el lenguaje. Su territorio es surcado por el Suchiate, río que divide Guatemala y México.

¿Qué te motiva a escribir esta novela?
Fue mucho antes de que se conociera este fenómeno. Por el 2001, estábamos en Monterrey, en una reunión, cuando me llama mi hija desde la Ciudad de México para preguntarme que qué sabía de la Mara Salvatrucha, porque tenía que hacer un trabajo en la escuela, y yo no sabía nada. Comencé a preguntar y empecé a gestar la idea. Dicen que los temas los busca el escritor o el tema busca al escritor. Creo en esta ocasión que el tema me buscó. Del tema se sabía muy poco, no había nada mediático. Le hablé a algunos amigos de Tapachula para ver qué sabían del tema. Me dijeron que mucho. Así que dos o tres días después partí a la Ciudad de México y luego a Tapachula, porque sentí que ése era el tema.

No tuve ningún problema en escogerlo, solamente que el tema me pegaba de brincos: crónica, reportaje o novela. Marcaba más para la crónica o el reportaje, pero yo quería hacer una novela, hasta el momento que sentí que el número de cosas que había visto, sentido y oído, más lo que me imaginé, me empezó a temblar la posibilidad. Y de repente entró la novela, haz de cuenta como cuando abres una puerta y ¡fum!, toda el agua te cae encima. Tenía cerrada la puerta y no la podía abrir. Adentro, en la cabeza, se estaba juntando toda el agua.

Había estado viajando varias veces. Ya no pensaba en si sería novela u otra cosa, eso lo pensaría después. Cada vez que podía me iba a tomar cursos de literatura a Tapachula para poder estar ocho días seguidos ahí, trabajaba en las tardes y  las mañanas y el mediodía me iba a recorrer todos los lugares, y luego en las noches casi no dormía, me iba a tomar tragos, a meterme a los burdeles, a cruzar el río, etcétera, para ir acumulando. Luego volver a las cinco de la mañana a dar el curso casi durmiéndome. Muchos del curso me ayudaron, me dieron palabras, otros me dijeron cómo se decían en guatemalteco, en hondureño. A partir de esos elementos construyo el lenguaje de la novela.

Miedo tuve para poder enfrentarme a estas bandas. Meterme a la selva, a los burdeles, cruzar el río de mojado, andar por esos pueblos espantosos del norte de Guatemala; pero más miedo me daba al momento en que tenía el montonal de hechos y no tener la calidad suficiente de escribir una novela que correspondiera al peso de tales cosas.

Es una novela que habla de la calidad literaria de la novela, no del tremendismo de la novela, no de lo rojo, lo sangriento, de lo terrible, sino de lo bien escrita que está, de este lenguaje que se ha ido metiendo en los meandros de la novela, en momentos casi poéticos, sensibles, jugando con los colores, los ruidos, los sabores, los insectos, las oscuridades. Es una novela sórdida con un lenguaje brillante, que hace aun más sórdido al libro. Cuando escribes sórdido pero con palabras de delegación, la sordidez tiene una connotación, pero cuando lo sórdido se hace poético, se hace más fuerte.



(Alma Ramírez. Fragmento de entrevista a Rafael Ramírez Heredia [1942-2006])

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