Exorcismo

Sin motivo aparente, golpeó al niño de dos años, cuyo cuerpecito zarandeó como si fuera un mono de peluche. La madre se interpuso y recibió como respuesta un empujón contra la ventana de la cocina, con el llanto del pequeño -entre aterrado y adolorido- como fondo. Ella se aferró a uno de los barrotes del protector de la ventana, se incorporó a medias y le gritó a una vecina:

-¡Nena!, me está pegando, me está pegando, ayúdame!-

Para cuando dijo esto, él se había ido a una de las recámaras de la casa, para dormir arrullado por el sopor de tres caguamas. Sin perder tiempo, ella tomó a uno de sus hijos más pequeños y le pidió a la mayor que cargara a su otro hermano, y salieron de la casa que, como parte de sus vidas, no les pertenecía. El calor húmedo del ambiente hacía más agobiante el momento.

Entraron al hogar de la vecina, y ella llamó por teléfono a su hermana. Le pidió que fuera por ellos, que ya no quería estar con él. Que les había pegado de nuevo. Mientras, la hija observaba desde el comedor. Los niños no dejaban de llorar. Luego de una hora, el marido de la hermana llegó en una camioneta.

La mujer pensó que debía llevar consigo algo de ropa y cosas como cepillos de dientes, medicinas, pañales, porque hasta ese momento se dio cuenta que todos estaban vestidos sólo con shorts, patas de gallo y playeras. Ni siquiera llevaba su bolso consigo, así de rápido fue el escape. Le dijo a su hija que había que volver a la casa sin hacer ruido y sacar lo que se pudiera, que luego volverían por el resto de las cosas. La chica pensaba en sus libros de colorear y los de la escuela, y no lo dijo, pero una mezcla de miedo y rabia le frenaban.

Finalmente, ambas entraron. La sala apestaba a cerveza rancia y los tres envases de caguama, entre la sala y el comedor, trazaban un rastro doloroso en medio de una vivienda que a pesar de tener varias entradas de luz siempre se hallaba en penumbras. Llegaron al cuarto principal, guardaron prendas en algunos maletines, así como artículos personales. Todo furtivamente, como ladronas.

Luego vino lo peor, había que colarse al otro cuarto, donde estaba él. Abrieron la puerta despacio. Las manos temblorosas. En el centro de la habitación, el hombre estaba acostado en el suelo. Roncaba. El olor a cebada fermentada era más intenso ahí, así como el tufo a sudor. Como el espacio no era muy grande, una de ellas tuvo que caminar pegada a la pared, de puntitas, para llegar al clóset, mientras la otra los miraba a ambos como cuando se sigue un partido de tenis: ojos a un lado, al otro, a un lado, al otro.

La empresa tuvo éxito y finalmente salieron de la casa, abordaron la camioneta, y se fueron. Para ese entonces, a los niños les habían dado dulces para entretenerlos. Del llanto sólo quedaban ojos llorosos y el estremecimiento del tórax que queda del puro sentimiento.

Comentarios

Javy Regio dijo…
me hiciste recordar cosas feas de mi niÑez que tenia bloqueadas desde hace años....


saludos

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