A tono




El maestro de Química me indujo. Yo necesitaba dinero y él un poco de ayuda. Cien pesos por semana. No pude negarme. En el fondo siempre me ha gustado trabajar con animales. Y vaya que lo hago muy bien.

Así, una vez que salía de la prepa iba a casa a comer y luego a la clínica veterinaria. Bañaba perros, les cortaba el pelo con máquina, limpiaba sus oídos, los sacos anales también. Si no lo haces bien luego puede haber problemas. Y nadie quiere problemas ahí. Les cortaba las uñas, lo más terrorífico, pues si cortas de más te llevas de encuentro algún nervio y sale mucha sangre.

Dado que los medicamentos veterinarios eran muy caros, el maestro usaba productos equivalentes para uso humano, como el mebensole, un desparasitante cuyo ingrediente activo es el albendazol. Aprendí a hacerle tragar a los animales ese jarabe espeso color beige con una jeringa sin aguja.

Los perros pequeños son los más excéntricos en todos los sentidos. Algunos no paraban de moverse, otros gruñían o tiraban mordidas. Los más grandes eran zen con pelos. Etapa 1, shampoo, etapa 2 agua mezclada con asuntol para acabar con pulgas y garrapatas. Las más necias morían ahogadas en alcohol dentro de un bote de plástico.

Un día, una mujer llevó a un gato que tenía un absceso en un costado, el cual se infectó, convirtiéndose en una llaga abierta a través de la que podías ver pus y músculo. El gato no respondió al tratamiento con antibióticos. Le dijeron a la dueña que a esas alturas lo más humano sería la eutanasia. Ella aceptó mientras lloraba. Mi maestro de Química preparó una jeringa con el cóctel y me pidió que sujetara al gato, que chillaba como poseso. Le clavó la aguja en el cuello y presionó el émbolo. En cuestión de segundos el gato dejó de chillar. Tanto él como otro asistente se rieron un poco. Dijeron que me puse blanca como el papel. Pero no solté al gato.

Después de un tiempo me dieron una copia de las llaves del local para entrar y salir sin esperarlos. Por lo menos tres o cuatro veces por semana llegaba a un consultorio con un piso tapizado de corcholatas de cerveza, ceniza y algunas latas vacías que debía recoger. Envuelta en la rutina, un día abrí la puerta suponiendo que me esperaba la usual alfombra de aluminio. En lugar de fichas había enormes gotas de sangre seca. Sangre en la mesa de operaciones, gasas, algodones, instrumentos manchados de rojo óxido y mechones de pelo, un frasco de suero. Creo que tardé como hora y media en levantar todo, limpiar y desinfectar la sala.

Tiempo después, una señora llevó a tres perros a consulta. Uno de ellos estaba muriendo de moquillo. Convulsionaba. Tardó poco en morir. Aunque no mostraban síntomas, el médico sospechaba que era cosa de tiempo para que los otros dos pasaran por lo mismo, así que decidió que se quedaran en las jaulas del patio.

Una tarde de esas llegué. Abrí la puerta, entré, dejé mis cosas. Fui hacia la puerta trasera y salí al patio. Plena canícula. Al acercarme al área de jaulas escuché un zumbido sordo. Me asomé a una de ellas. Una nube de moscas verdes literalmente me golpeó el rostro.

El maestro de Química no se equivocó.

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