Perdone, ¿hay algún cerdo por aquí?

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Desde que tienes la edad donde no rebasas el metro de estatura, a veces la gente mayor en tamaño y edad te hace distinguir entre el bien y el mal. Como una especie de código de Hamurabi recibes las enormes y pesadas tablas de la honradez, la honestidad, decir siempre la verdad, rebelarse ante la injusticia, a no mentir, tampoco engañar. Se te dice que no debes joder al prójimo por diversas causas que varían según las creencias: a veces puede ser porque si no te vas al infierno, o porque eso no es de gente decente, o porque la sociedad ya bastante jodida está como pa echarle más inmundicia o simplemente porque “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”.

Si esos mayores son lo suficientemente insistentes, ingeniosos, férreos o cínicos ese código ético queda tatuado en las carnes, así como el sello violeta que los productores de carne dejan en los restos de reses o cerdos, algo muy común en las carnicerías populares. Y la marca se queda. Y pesa. Para los que bien que mal siguen las reglas la cosa es confusa, ya que en de vez en cuando les va bien y la mayoría de las veces, mal.

Tanto en casa como en las aulas los mensajes son los mismos. Hay que seguir lineamientos, obedecer órdenes, respetar a los demás. Confiar ciegamente en las leyes, su significado y alcance. Dejarse caer con los ojos vendados en el cobijo de palabras como “equidad”, “democracia”, “justicia”, “libertad”, “solidaridad”, etcéteraaaaaaa.

Puedo decir con toda autoridad, al menos en lo que me ha tocado vivir educacionalmente hablando, que entre todo ese desfile de arquetipos, invocación de figuras y demás, jamás escuché cosas como: reflexión, libertad de pensamiento, razonamiento, cuestionamiento, espíritu crítico, diversidad de ideas, tolerancia, capacidad de discusión y negociación, derecho de réplica. Miento, de vez en cuando escuché algunas de ellas, pero como especie de ecos lejanos, susurros, por encimita, como no queriendo la cosa o peor aun, como si no tuvieran importancia.

Fuera hogar o escuela, si alguien (admito que hay excepciones) se atrevía, intentaba, se le ocurría o de jodido sus neuronas sufrían un breve espasmo y buscaba respuestas, el resultado va, según sea el caso, desde un “sht”, pasando por coscorrón, manazo, zape, pellizco sordeado, hasta la cárcel, silenciamiento, advertencias, acoso laboral, hostigamiento a familiares, “mensajes” en forma de animales muertos, despidos injustificados, llamadas telefónicas amenazantes, espionaje. Si ya de plano la terquedad prevalece pos con la pena. Los mudos, los animales y los muertos no hablan.

A la gente que sigue cargando con esas tablas y esgrimiendo esos códigos del bien decir y hacer se le llama de muchas maneras. Idealistas, radicales, perdedores, ilusos, alborotadores, revoltosos, elementos negativos, jodones, cadillos, sin malicia, locos, inadaptados, subnormales, rebeldes, obstáculos para el progreso y el crecimiento del país, ignorantes, anticuados, lacras, terroristas, vagos sin oficio ni beneficio, cuerpos extraños que provocan terribles infecciones en la sociedad, por señalar algunos apelativos.

Alguna vez leí que el mundo estaba condenado a convulsionarse entre crisis eternas, porque lo que no se mueve con frecuencia, se descompone y desaparece. Que el conflicto es el caos que da orden, aunque este concepto goza de infinidad de imágenes. Lo mismo pasa con el sistema inmunológico de todo ser vivo: imaginemos que las defensas del organismo se tomaran unas largas vacaciones, engordaran y se volvieran bien huevonas. ¿Qué pasaría si de pronto surgiera una epidemia encabezada por el virus más inofensivo, una gripita, tal vez? Un solo y burdo ejemplo…

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