Cuatro años

La noche del viernes 13 de abril llegué a una cita con las amigotas, para insuflarnos unas chelas y chismorrear. El sitio, un céntrico café. Al poco tiempo de haber arribado sonó mi celular. Era una de mis tías.

Me dijo que mi madre -que llevaba internada casi un mes en un hospital- había tenido un súbito destello de lucidez entre las dosis de Tramadol -tipo de medicamento de los llamados agonistas opiáceos, que sirve para cambiar la forma en la que el cuerpo siente el dolor (qué metafórico)- que le ayudaba a sobrellevar la etapa terminal del cáncer que sufría- y pedía verme a mí y a mis hermanos a la mañana siguiente a las 9:00.

Dije que iría y terminé la llamada. Miré a mis cuatas y no hubo necesidad de preguntas ni explicaciones. Algo ocurriría al día siguiente y ninguna quisimos decir en ese momento lo que pensamos al unísono: se trataba de un epílogo.
Llegué puntual al cuarto, donde estaba ella y otra de sus hermanas que había pasado la noche cuidándola. Nos miramos y comenzó a hablar.

Lo primero fue: “Quiero pedirte que ya no me hagan nada”.
-No te apures, lo único que están haciendo es darte cosas para que no tengas dolor y estés cómoda-
-Nada más quiero despedirme. Gracias por cuidarme y hacerme feliz. Los quiero mucho. Pero ya no me hagan nada-.

Sin saber todavía cómo contuve las lágrimas (ojalá lo entienda algún día) le dije que yo también la quería mucho y que estuviera tranquila porque no habríamos podido tener mejor mamá, y que sí, que no se le haría nada más.

Ella tampoco lloró. Lucía entre cansada y serena con sólo esa bata color verde desteñido que cubría lo que quedaba de su cuerpo -huesos y piel- con sus enormes ojos verdes resignados. En el centro de ese cuarto con vista a la calle, en esa cama en cuya cabecera había un rosario y estampas religiosas que mis tías habían llevado para rezar.

La cabeza no me daba para pensar el otra cosa que decir lo último que debía decir para no dejar cabos sueltos ni lamentaciones patéticas que soltar en cada borrachera o festejo familiar porque he jurado que jamás caeré en esos escenarios de autocompasión o culpa. Mis hermanos llegaron después, y ya no dijo nada más.

Un par de horas después tuvo problemas para respirar. Uno, dos, tres estertores y ya. De uno de sus ojos abiertos rodó una lágrima. Mis tías habían salido a comer algo y a darse un baño, así que sólo estábamos mis hermanos y yo. Recuerdo que salí del cuarto a según yo gritarle a una enfermera -en realidad sólo me salió un susurro-: dejó de respirar. Ahí en el pasillo llamé a casa de una de mis tías. “Ya no respira”, fue lo único que me salió otra vez, y Jumanji me dijo que ya habían salido rumbo al hospital.

Todo en cámara lenta y a la vez tan inmediato. Colgué, levanté la mirada y las hermanas de mi madre ya estaban ahí como cosa de magia, al tiempo que dos o tres enfermeras y un médico con el equipo de resucitación entraban a la habitación, sacaban a mis hermanos y cerraban la puerta.

Cuatro años después me cayó el veinte de no debí dejarlos entrar, puesto que ella había sido muy clara en ese sentido. Too late. Tampoco hubo necesidad de preguntas, al parecer mi mirada lo dijo todo. No pasaron ni dos minutos cuando el médico salió. “Está en etapa de agonía”, y volvió a entrar. La puerta no se había cerrado cuando volvió a salir para decir que había fallecido. Y todos comenzaron a llorar menos yo que seguía pensando en la frase “ya no respira”.

Nos dijeron que podíamos entrar al cuarto a despedirnos. Así lo hicimos. Mis tías se acercaron al cuerpo. Le acariciaban los brazos, la cara, el pelo. Parecía dormida. Mis hermanos la abrazaron. Yo me quedé en el umbral de la puerta, junto a un lavabo. Me dijeron: “Ven a despedirte de ella”.

Dije que no, porque, no sé cómo explicarlo, la veía y sabía que era ella, pero a la vez ya no lo era, para mí ya no estaba ahí. Como que creyeron que estaba en shock o algo así, pero en ese momento se me aclaró todo. Nuestra despedida había sido horas antes.

¿Por qué escribí esto? No estoy muy segura. Tal vez es una forma -como lo he hecho con otros textos dedicados a ella- de recordarla sin adornos ni versiones edulcoradas, la mejor forma, según yo, de rendirle homenaje a toda aquella persona que fue trascendental en nuestras vidas. Donde los santos y los herejes sólo están en los libros, la televisión, los juegos de video y la imaginación.

Comentarios

Dharma dijo…
Un abrazo, niña!
lacuevadelaloba dijo…
No hay cosa más dulce que su ser sin sacarina, ni más querida y cercana que cuando se deja ir.

Pos eso nomás.

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