Alí Chumacero, furioso amante de las letras

Alma Ramírez
publicado en la revista Interfolia, número 7.


Quiero que cuando me vaya con mi música a otra parte me recuerden como un hombre venido de un pueblecito pequeño llamado Acaponeta, de un estado pequeño llamado Nayarit, que llegó al Distrito Federal y dijo: “Señores, yo también soy un humano capaz de dejar sobre la conciencia de los mexicanos un sentimiento, un reflejo de lo que es la vida”.
El mago de las letras mexicanas (2008)


Salvo excepciones, siempre que algún titán de las artes, las ciencias, la política o las letras abandonan este escabroso valle de lágrimas conocido como vida, los responsos, homenajes y reconocimientos —merecidos o no— caen como avalancha sobre la escena cultural. Y por lo general, el lamento soslayado de algunas voces de que los laureles se otorgan en vida se escurre entre los dolientes. Pero al final esas son cuestiones que sólo incumben a los vivos, puesto que morir es uno más de los percances de una humanidad que se afana por alcanzar una felicidad que no siempre está donde se le busca. Alí Chumacero tenía una idea sobre ello, y con su característica socarronería lo dijo en una entrevista publicada por la prensa en junio de 2008, días antes del homenaje nacional que recibiría por sus noventa años de vida en el Palacio de Bellas Artes:

"La muerte es un accidente pequeño porque es rápido. Ya ejecutada, es largo, parece que no tiene vuelta. Lo importante es la vida y por lo que hay que luchar es por no ser feliz. Son felices los tontos. Una persona no tiene por que ser feliz, tiene que luchar, ver el mundo. La felicidad es la muerte. Hay que estar siempre contra la felicidad. Cada día se presentan dificultades, hay que enfrentarlas y buscar la manera de que alguien las resuelva".

Así, dos años antes de que una neumonía pusiese punto final a su existencia, el que fuera llamado mago de las letras por Octavio Paz dejó en claro una vez más la congruencia entre el decir y el actuar de un eterno enamorado de la palabra y las letras en todas sus posibilidades de expresión. Un amor tan avasallador que no le abandonaría ni siquiera en sus últimos días, pues a decir de Joaquín Díez-Canedo, director del Fondo de Cultura Económica, segundo hogar de Chumacero durante más de cinco décadas, el autor de Palabras en reposo trabajaba desde su casa en una nueva edición de las obras de Xavier Villaurrutia y colaboraba con una iconografía por el 75 aniversario del FCE que se prevé se difunda a principios de 2011 y de la cual escribió la presentación. Meses atrás, una operación le ayudó a recuperar la vista, afectada por la diabetes que padecía, por lo cual había recuperado la capacidad de leer.

Fuera el mago perfecto de las letras mexicanas, un albañil de éstas o un obrero del libro, como él mismo se definía, su pasión por la literatura, sobre todo la de buena factura, quedó de manifiesto en un legado poético muy austero, dirían algunos, —tres colecciones de poesía, una compilación de ensayos críticos y un disco donde recita sus poemas— pero contundente. Jamás se arrepintió de ello, pues prefirió una obra perdurable a un montón de libros cuyo destino final fuera la basura. Su faceta como corrector, tipógrafo y editor fue más generosa, e irónicamente la menos destacada. Al respecto, Chumacero refirió en el número 284 de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica de agosto de 1994:

"Todos sabemos que cuando un corrector realiza una faena esmerada, cuidadosa, triunfal, no hay nadie que se lo agradezca; pero no suceda que a la perspicacia de su mirada escape el mal empleo de una s por una c, de una b por una v, o que no corrija oportunamente la palabra cajón cuando el autor la ha escrito con g, porque entonces los jueces se desatan en críticas dignas de las más nobles preocupaciones".

En 1950 Alí Chumacero comenzó sus andares en el Fondo en el Departamento Técnico, y con el paso del tiempo desempeñó los silenciosos, y no siempre reconocidos de manera justa, oficios de editor, corrector de pruebas y tipógrafo; con tan buena mano que incluso el crítico literario Emmanuel Carballo le atribuye las mejores solapas de libros, precisas y maliciosas, así como las célebres correcciones hechas a El Llano en llamas y Pedro Páramo, obras de Juan Rulfo que forman parte de la colección Letras Mexicanas.

Sus avatares en estos oficios, invadidos por su entrañable devoción a las letras, estuvieron impregnados de extremo celo, a pesar de que el haz de los reflectores no llega a esos rincones de la talacha letrística. Tampoco le hizo falta. Su placer coqueteaba en diversos linderos, como ser un hombre que había leído “muchos pero muchos libros, dueño de una de las mejores bibliotecas de este país y además he sido un hombre que ha encontrado en la vida un refugio para ahorrarse las horas de sueño. He vivido de noche y he soñado de día” .

Las luces le llegarían por otros lados, ya fuera como poeta o al ser galardonado con premios como el Alfonso Reyes en 1986, el Xavier Villaurrutia dos años antes, la medalla Belisario Domínguez del Senado de la República en 1996; al presidir la Sociedad Alfonsina Internacional o por formar parte, desde 1964, de la Academia Mexicana de la Lengua.

Se dice que la divisa poética de Alí Chumacero es el silencio, porque durante mucho tiempo su obra fue conocida sólo por unos cuantos, aunado a la antes mencionada circunstancia del mutismo en el oficio de corrector y tipógrafo. Pero sin duda su divisa vital estuvo marcada a fuego por la intensidad sin importar el frente. Esto es fuerte y claro en la entrevista titulada “Un peregrino de 90 años”, de Jorge Luis Espinosa:

"Tengo el prestigio de haber sido un hombre que no se ha arredrado. Que le ha gustado mucho respirar, oler, tocar… que ha ido a la calle y no le ha dado miedo nada. He estado en la cárcel, he viajado un poco —lo menos posible— soy poco viajero. Me gusta mucho mi pueblo, mi tierra: Acaponeta. Soy un hombre apegado a su origen. Me gusta mucho la sonrisa femenina. Me gusta mucho el arte, la música".

Iluminado por la fama o por la luz de alguna lámpara de noche mientras oculto en mares de galeras daba el toque final a algún libro ajeno, leyendo libros en voz alta a sus hijos María, Luis, Alfonso, Jorge y Guillermo para contagiarles el vicio por la lectura, devorando las noches capitalinas solo o acompañado, e incluso encarcelado por sus ideas, Alí, ese polifacético nayarita de nombre árabe pero cuya obra contiene diversas alusiones al catolicismo romano, fue uno de los afortunados que sin buscarlo obtuvo reconocimiento genuino y generoso, consecuencia a su vez, de un legado de iguales dimensiones. Qué mejor prueba que el retrato en palabras de Octavio Paz, leídas por Eduardo Elizalde durante la clausura del Homenaje Nacional y la entrega del Premio Nacional Ignacio Cumplido, otorgado por la Caniem, en noviembre de 1996.

“El corrector de imprenta, el tipógrafo de gusto seguro, el crítico, el humorista de certera puntería y el poeta”, el amigo discreto y un poco huraño, el transeúnte solitario y explorador de las noches de México y los confines de la madrugada, el introverso silencioso o cortés que de pronto estallaba en una carcajada o en una explosión verbal, el bebedor heroico, el implacable corrector de pruebas, el tipógrafo que hace de la página un jardín de letras, el crítico lúcido, el interlocutor irónico y tolerante, el maestro de sus amigos.

Comentarios

Termómetro