Canas




Mi primera cana salió a los 24 años. Otra travesura de la genética, pues mientras el lado páter conserva el color de la cabellera hasta bien entrados los cincuenta, el lado máter comienza a platear a eso de los treinta, así que es una de las cosas en las cuales lamento ser precoz. En ese entonces vivía en La Primavera. Pero tal parece que mi pelo no.

Al principio las arrancaba. Tras pensar en la —irónica— descabellada posibilidad de quedar calva si seguía haciéndolo lo dejé por la paz y en manos de Revlon sin amoníaco. Ni modo.

Los templos beautyté adonde se pone el pelo en manos de profesionales —al menos yo pago por eso— siempre me han parecido una estación de paso y no el gineceo que significa para muchas mujeres que llegan con cara de espantapájaros (sin albur) y salen al mundo como Dorothy, en varios de los casos lamentablemente ambas versiones sin el tan anhelado cerebro. Anyway. Si no quieres acabar con el rostro como dálmata pues se va ahí y ya está.

Cambian las generaciones pero el life style muere y renace de sus cenizas cada semana o cada cambio de temporada cuando las tendencias de la estación en ciernes sugieren a gritos si el morado o los estampados geométricos (cosa tan horrible) están in/out en las páginas de Cosmopolitan, Vanidades y Seventeen, o te restriegan en la cara la inmensa y perfectamente bien combinada casa de campo de un matrimonio de nobles ingleses venidos a menos o la exclusiva del nacimiento del hijo de la Pau y Colate. Antropología pura, digna de estudio profundo.

Así que en esta ocasión nos pondremos frívolos y llevaremos Diarios, de Pessoa, para que junto al tinte, termine por pudrir al cerebro. Después de todo, no queda mucho qué pensar. Y lo que hay, no vale la pena.

Mi imaginación nunca llegó a tanto como para preveer, que desde hace casi una década, tendría que invertir en colorear-borrar los rastros de compartir la vida. Qué vida, Millás. Siempre sabes cuándo intervenir.

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