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Somos sociales. Al menos eso
dicen de los humanos. Que no somos islas, aunque a veces autistas sí. Por lo
general nos gusta reunirnos en pares, tríos o grupos más numerosos. Hay
infinidad de razones para ello, desde las más bobas o nobles hasta las más
deleznables. Entre los grupos se han fraguado conspiraciones, magnos proyectos
altruistas y/o con fines de lucro, qué les voy a contar. Los grupos se
fortalecen, como indica el viejo ejemplo de intentar romper un hato de ramas. Por
ende, los grupos son expresión de poder, no siempre de organización.
Un público es también un grupo,
aunque su conformación no sea idéntica a la de otros tipos de concentración de
personas. Comparten, eso sí, el hecho de que la gente posee interés genuino por
presenciar algún acto público o privado. Al menos en teoría. En México, por
ejemplo, cada que inician las campañas electorales, se desarrolla la bonita práctica
del acarreo, que no es otra cosa que movilizar masas humanas, usualmente habitantes
de colonias o barrios pobres, llevándolos en camiones rentados y dejándolos en
el sitio del evento; parte de la tradición es darles comida, bebida, presentaciones
musicales, alguna despensa o dinerillo a cambio de su participación; en otros
casos te amenazan con no pagarte el día de trabajo, si eres empleado en algún
sitio institucional, o al contrario, en pagarlo doble. Entonces, la masa hace
su parte y contribuye a que las fotos de campaña reiteren el gran poder de
convocatoria de uno u otro candidato. Cuando se pasa de la participación espontánea
a la coaccionada, esto se torna onánico. Absurdo. Tramposo. Vergonzoso. Tanto para
quien ofrece como para quien acepta. El ejemplo también aplica en eventos
sociales o culturales, donde eufemismos como “público profesional”, son
deliciosos.
Ah, lo olvidaba. Otro aliciente muy
socorrido y altamente convincente es la amenaza velada o directa de perder tu
empleo.
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