Domingo

Nunca me levanté temprano un domingo a menos que tuviese algo que hacer. Junto al sábado, solía ser el día para curar resacas. Ahora que no hay crudas por purgar, despierto a las 7 u 8 de la mañana. Me levanto, voy a la cocina y preparo café. Enciendo un cigarro. La casa está en silencio. Últimamente he valorado mucho eso. Cuando era niña, también despertaba temprano, a veces intentaba que mis padres hicieran lo mismo. Cuando no lo lograba, encendía la tele, y cuando me quedaba a dormir en casa de algún primo y no había tele a la mano, deambulaba. El silencio desde entonces me parecía algo sagrado, aunque no lo entendiera como ahora. En casa de tía Martha, hermana de mi madre, la exploración siempre terminaba en los estantes donde tiene sus libros. Enciclopedias sobre historia del arte, versiones consomé de obras maestras, algunos cuentos. Y como si cometiera un acto ilícito, tomaba alguno, volvía a la cama, y leía hasta que alguien despertara. Las mañanas frías siempre son las mejores.

El lugar común apesta si uno dice que el silencio ayuda a pensar, porque no siempre acaba bien. Sin embargo se siente bien. Ahora la magia termina cuando alguien aparece. La lupa en las cosas pequeñas se desvanece. El culo del vaso, las motas de polvo que bailan en el aire, la contracción del vaso de vidrio de la prensa francesa mientras se enfría, las gotas de agua del filtro metálico que se secan en el escurridor de trastos, las ramas de los árboles que el viento mueve afuera y cuyo sonido es inaudible. Cada uno de estos detalles puede ocurrir en cualquier sitio. En ese orden, con ese ritmo, con ese timing.

Mañanas de domingo en otro sitio. Quiero averiguar si es así cómo sucede. Ojalá ocurra pronto.

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