Certum est quia impossible est*



El otoño me gusta. Las tardes son frescas y oscurece más temprano. El frenético ritmo de la ciudad baja unas décimas luego de su repunte en el verano. Es el epílogo del fin del año.

Precisamente son las tardes mi momento favorito de un día de otoño, pero también ocasionalmente me provocan aversión, ambos sentimientos por las mismas razones. Saboreo cómo las horas se bambolean perezosas como no queriendo acabar, como cuando te haces loc@ con alguna tarea engorrosa, pero debido a esa misma languidez me da por la introspección y la misantropía se me acentúa. Gruño más, hablo (o intento) hablar menos.

El aire suena como un solo de contrabajo y algunos eventos del pasado vuelven. Por fortuna no se quedan. La rutina es la misma: cuando apenas distingo sus ojillos de araña, ellos ya dieron un par de vueltas a mi alrededor y dejan migajas de nostalgia. Lo sé porque a su paso dejan un regusto robusto como de uva negra o chocolate amargo. La sensación es mayor cuando coinciden con el escenario donde ocurrieron la primera vez. Déjà vu.

Por ello siento la urgencia de dar largas caminatas sola, de preferencia en la transición de la tarde a la noche. O arrecholarme en casa, anclar en el sillón junto a los perros y pasar el rato en silencio depurando las cuentas de email o leyendo. O visitar algún parque grande, o un panteón. Y seguir recordando y aprovechar las visitas del pasado para revivir sentimientos y ver qué tanto he cambiado con el paso del tiempo. Porque como cuando relees un libro o miras un viejo álbum de fotos, con cada nuevo vistazo siempre te salta algún fragmento en el que no habías reparado antes. Creo que ahí radica la evolución.

El otoño me sabe además a café un jueves lluvioso en un restaurante mientras se mira desde una ventana con vista a la calle, a semita, a vino tinto tibio, a sopa de verduras, a té de hierbabuena, a galletas caseras. A la salida de un teatro al término de una función o un concierto de música clásica en pleno aguacero mientras a lo lejos alguien te espera con un paraguas gris plomo. A ropa seca. A libros nuevos. A calles largas con banquetas arboladas, concreto mojado, a hule de impermeable, al sonido producto de la fricción de la tela de una gabardina. A madera y brea. A besos y abrazos fugitivos y frases susurradas.

El otoño es ideal para las despedidas.


* Es cierto porque es imposible

Comentarios

dijo…
un otoño quepara vos llega...y para mi un invierno que se va...
preciosas palabras...
preciosas
lacuevadelaloba dijo…
Y preciosa la mancha de patitos azules...

Yo le pondré música blues a tu texto y lo canturrearé ahora que me entre la morriña a mí también.

Besos lloviznados
Mixha Zizek dijo…
me gusto mucho tu entrada
saludos

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