Mutuo acuerdo




Se enamoró de él apenas lo vio. Ella, que no creía en los amores a primera vista, cayó rendida a sus pies luego de convertirse en ardiente y apasionado puré humano. Él se dio cuenta y una sonrisa mal disimulada cruzó su rostro. A los dos meses el tema de conversación entre ellos era su próxima boda, a pesar de que todo mundo decía que era demasiado pronto, que había que conocerse más, etcétera, etcétera.

El día del enlace nupcial llegó. La nave principal de la catedral era un gran jardín. Cientos de tulipanes, rosas, alcatraces, prímulas, aves del paraíso y gardenias coloreaban el ascético recinto y sofocaban con su perfume a los invitados. Listones de satín enredados en ramitas de pino y olivo recorrían por lo alto las columnas del templo. En una de las esquinas, un centenar de cajitas con mariposas en su interior, epílogo cargado de sentimentalismo. Pequeñas bolsas de terciopelo contenían los granos de arroz para culminar el ritual, que aunque el significado más popular de esa costumbre es la abundancia, más bien es metáfora de la eyaculación masculina según los antiguos romanos.

Todas las bancas habían sido aseadas del polvo y pulidas con perfección militar. Los pisos fueron encerados hasta quedar como espejos. Una orquesta de cámara compuesta por un búlgaro, un ruso, un cubano y un canadiense afinaban sus instrumentos.

Le gente vestida con sus mejores galas aguardaba sentada el arribo de los próximos esposos, charlando sobre cualquier cosa, haciendo tiempo. Pero pasó media hora. Una hora. Dos. Y nada.

Lejos de ahí, al otro lado de la ciudad, ella y él abordaban aviones con destinos diferentes, elegidos al azar. Jamás se volvieron a ver.

Comentarios

Termómetro