Herrereando (boceto)




El Impala ‘73 estaba en el porche, frente a la puerta principal. Estaba claro. Chef in da jaus. Metí la mano derecha en el bolso para sentir la cacha de la escuadra. En estos tiempos nunca se sabe. Además, estaba muy fresco el episodio La Pesca. No entraré en detalles, pero es que la gorda no dejaba de gritar. Entramos como penitentes de Semana Santa con el sol chicotéandonos la espalda.

Dentro, sentado en la única mesa que da directo a la cocina, él leía Best American Short Histories, by John Updike, una selección de narraciones cortas que resume —no sabemos si con perfecto tino o no, puesto que las selecciones siempre son cosa subjetiva— lo mejor del género desde 1915 a 1999. Confiemos que así sea. El caso es que él leía. Al vernos apuntó con sus enormes ojos azules como de mastín, aunque la gama de color de ojos de los mastines van desde el negro, pasando por marrón, miel y aceituna. De ser un perro, pensé, sería uno malo. O por lo menos, malcriado. Un perro al que tendrías en el patio y le dejarías neumáticos viejos sólo por el gusto de ver cómo los destroza.

—¿Quién cumple años?, preguntó. Sospeché que lo sabía. Mi acompañante no. Se dice que los perros adivinan que un humano llegará a casa hasta media hora antes de que suceda. Puta madre, además de chef tiene poderes sobrenaturales. Esto complicará las cosas, pensé.

—¿Ya habían venido antes?, volvió a preguntar. —No, respondí.

A la izquierda de la fonda, un pizarrón da cuenta del menú. De beber, desde aguas frescas (la de mate, la mejor. Desde hace años le pongo casa al mate), cerveza, incluidas lindas ballenas de Pacífico. Mezcal artesanal, vino tinto y blanco. Para los más rudos, rompope de las monjas clarisas. Tequila.

Caldito ranchero de bienvenida.

Camarones en salsa macha verde. El chef-mastín dijo que haría variaciones al menú de degustación, algo especial por la víspera de un año menos de vida. Si me condenaran a muerte, eso sería mi última cena. Si pido morfinazo por enfermedad terminal, también. Si me carga el payaso en una balacera, que mis amigos se traguen una generosa porción in memoriam.

Costillas de puerco agridulce, endulzado con miel de caña. Epazote, poquito. Me acordé de Candela y los asados de puerco, no porque fuera igual. Cosa de especias y aguamiel quizá. Luego, cebada al curry con short rib y cebolla horneada con un poco de vinagre de jerez. Lo mismo, brevísimo flashback, un parpadeo. Invierno saltillense, cuando la fiebre de Malta se ensañó con las articulaciones de mi mandíbula, brazo izquierdo y pecho y pensé que tendría un infarto antes de los 25. Favor de no malinterpretar, estaba estúpidamente rico; pero hay algo, una nota entre los sabores que te abre recuerdos. ¿Quién dice que toda experiencia positiva te refrescará vivencias positivas? La gente es rara.

Fideos con hongos shitake y res. Fideos cocidos en el agua en la que a su vez fueron cocidos los hongos. Epazote. Ahora, cada que lo vuelva a comer, el recuerdo será el enorme tomo de narraciones cortas que estaba sobre la mesa del chef-mastín. El libro y una construcción rústica a media luz como refugio de resolanas que Alfonso Reyes ni en sus peores pachequeces conoció.

Queso de cabra. Queso de cabra. Queso de cabra. Queso de cabra en salsa de tomatillo, ajo, epazote y otras cosas, con juliana de tortilla. Si por alguna razón se acaban los camarones en salsa macha, ésta es la opción B para agonías u homenajes póstumos. Queso de cabra.

En eso, el chef-mastín salió de la cocina. Se acercó a la mesa, muy serio. Despacito, me apresté a sacar la escuadra de la bolsa. Nunca sabremos cómo reaccionará un chef un sábado por la tarde. Le quité el seguro.

—Me informan que Dios acaba de morir en un hospital del IMSS. —Pues ya era hora, se había tardado, dije. —No lo vayan a clonar, dijo Carreño. Luego le preguntó al chef que si abría los domingos. —No, porque Dios se enoja, contestó. —Pero si ya está muerto, entonces se acabó el problema. —Es verdad, dijo, y volvió a la cocina. Puse el seguro de nuevo y pedí un mezcal para agregarle más diversión al festival de sabores que aún zandungueaban en mis fauces. El mezcal artesanal, junto con tinto Cacholá o la Minerva stout imperial son sólo una parte de las cosas que agradecería a los dioses, de creer que existe alguno.

Res en pipián con calabacitas. Lo siento, en un descuido de todos y atentando contra los buenos modos en la mesa, acabé hasta con el juguito. Más agua de mate. Con cada platillo, el chef-mastín salía a describirlo. Y sí, mi debilidad son los sabores rústicos, aunque soy subproducto urbano. Mole de plátano. El hombre sabe lo suyo, me cae. El cuaderno donde bocetea sus cuentos está poca madre, con un aire darwiniano o livingstoniano. Volteo a la entrada a mirar por milésima vez el retrato de Poe cuyo rostro, estratégicamente iluminado le da un aire al retrato de Juana Cedano, mi bisabuela paterna, colgado al fondo de un pasillo oscuro, como le gustaban a don Carlos.

El remate: zamoranas, el favorito del chef-mastín. Sorbetes de melón chino y sandía de postre.

Finalmente ocurrió lo que más temía. La testereada en el hocico por los alucines del chef-mastín poco a poco te sorben el cerebro. Dejas de pensar. Me lo advirtieron. Intenté sacar la escuadra y acabar con él de una vez por todas. A eso iba.



Pero él ya la tenía en la mano. Reía. Sus enormes ojos abiertos. Reía.


Nota al pie: Me rehúso a dar detalles sobre ingredientes a fin de alimentar el morbo y que vayan a la Fonda San Francisco. Más info en: http://fondasanfrancisco.tumblr.com/

Comentarios

Chef Herrera dijo…
Estuve a punto de envenenarte. No pude; tu último día no es cosa mía. y como Dios murió en un hospital del IMSS, tampoco le atañe a él. Osea que tú decides.
Por cierto, Dios pudo haber vivido unos meses mas, pero el Seguro Social se encargó de que aquel reinado terminara ya.
Feliz Cumpleaños.

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