De mis pasos

Caminar por una ciudad cada vez menos pensada para una actividad que cuyos habitantes, a medida que se endrogan por años para hacerse de un auto, consideran arquetípica de losers-sin dinero-sin aspiraciones para prosperar, es una hazaña épica. Mas que la búsqueda de rutas peatonales entre arterias de concreto colapsadas u obsoletas, esta urbe -como muchas otras- es maestra en el arte de una seducción altamente sofisticada.

Sin buscarlo, con sólo tocar el asfalto con sus pies, el amante-transeúnte da el primer paso. A medida que avanza, con o sin prisa, levanta las partículas de polvo, suerte de microscópico confeti de mugre. El jugueteo erótico comienza.

Poco a poco, ella responde. Envía señales que el amante deberá descifrar. Un balcón de hierro forjado, cuyo óxido no ha escondido la imagen de dos cuervos en altorrelieve. El auto de moda en los cincuenta en perfecto estado bajo el cobijo de una funda y dentro de una cochera húmeda y oscura. La guarida de una culebra ratonera debajo de un encino cuyas raíces, al paso de los años, han terminado por quebrar la banqueta. La puerta principal de una casa abandonada invadida por plantas trepadoras.

Como en el amor, el amante-transeúnte debe usar todos los sentidos, porque si no el acto acaba pero no concluye. Así, podrá percibir fragancias de cebada, vinil, tabaco tostado, smog, pollo cocido, manteca de puerco, muestras de imitación de perfumes, hielo en barra afuera de las cantinas -que sólo huele cuando se mezcla con el piso antes de ser victimado a picahielazos-, cerveza rancia, orines, carne asada, el caucho de autopartes nuevas, elote desgranado.

Lenta, pero simultáneamente, un velo cae tras otro…

Comentarios

Termómetro