A little mind = little world = little life


Más de una vez se ha mencionado en este blog la creciente intolerancia de quien escribe hacia la gente que -jamás entenderé- se pone de acuerdo para salir con la pareja, la familia o los cuates al cine y compran los boletos, pero en lugar de ver la película deciden platicar y ponerse al día durante la función, sin que les importe el que a los demás -que también pagamos boleto y entendemos la experiencia cinematográfica como el involucramiento sensorial a través del cual presenciamos una historia, o vulgo, que nos clavamos en la peli, pues- nos valgan madres si piensan que Vigo Mortensen en la escena de Eastern Promises donde casi lo matan superó a Rambo en cuanto a bravura y resistencia, por poner un ejemplo.

Anyway. Fue precisamente la noche de un viernes cuando don Oscar y yo fuimos a ver el trabajo más reciente de Cronenberg cuando ocurrió el sketch.

Un grupo de cinco personas -tres mujeres y dos hombres- se sientan detrás de nosotros y hablan. Hablan. Hablan. hablan. Las primeras dos veces fueron de: “¿Pueden hablar más bajo por favor”? Una de las mujeres dijo: “Me vale madre”.

A mitad de la película aprox, el grupo habla. Y habla. De ahí p´al real nos la pasamos con el popular “shhhhhh”.

En los créditos finales, el grupo se levanta y comienza a bajar las escaleras. El último hombre de la fila voltea y mientras desciende nos mienta la madre con su manecita. Ahora no le hallo caso, pero nuestra reacción fue devolver el gesto. El tipo -el típico regiomontano promedio aspirante a mediocre-burgués-naco-wannabe-machista-nomás mis chicharrones truenas-aminingúnpendejomecalla- comenzó a provocar verbalmente a don Carras diciendo entre otras cosas que si no tenía los huevos para echarse un tiro con él, todo esto luego de la cobijadora seguridad de la primera fila -estábamos en la penúltima, casi junto al proyector-.

Le dije al seguramente consuetudinario consumidor de carne asada, fritos Encanto y porquerías como Tecate, XX Lager o pior aún, Sol, que al cine se iban a ver películas y no a platicar, pero ni me peló porque seguía bien prendido efectuando la vistosa pero primitiva ostentación de testosterona que suele darse entre machos de todas las especies en situación de conflicto. Sabio, don Oscar lo mandó al carajo. Yo no me contuve y mientras el hombre seguía jodiendo le grité que era un pinche naco.

Esto viene a cuento porque descubrí que no sólo en el cine, ni en funciones de teatro o conciertos de ópera existe y por desgracia se multiplica esta subespecie de humanoides a quienes no les sirve para nada poseer posgrados, dominar cinco idiomas, haber recorrido el mundo o ganar más de 20, 30 ó 50 mil pesos al mes, porque el cerebro lo tienen tan pero tan chiquito que no le cabe el significado de conceptos como respeto, a pesar de que son los primeros en defender fanáticamente los valores familiares y lapidan todo aquello que no entra en su mágico mundo de la felicidad.

Estos subnormales también van al ballet. La única diferencia es que llevan vestidos de noche, joyas y viven en el municipio de San Pedro.

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