Alma (1954-2004)
Quienes me conocen saben el final de la historia, éste es mi homenaje a un año de distancia.
Hoy Alma Patricia Ponce de León Hernández cumpliría 51 años de edad. Era mamá, amiga, pilar, hermana, ex esposa, tía, colega. Pero sobre todo, era una mujer. Una mujer que nació un poco antes de la liberación femenina y que le tocó vivir muchos cambios en la forma de vida de todas nosotras. Sin ir más lejos, la oportunidad de estudiar dos carreras, de elegir si se tomaba la píldora anticonceptiva o no y de decidir sobre su vida, así nomás.
Creció en una familia compuesta por Carlos Ponce de León Cedano, oriundo de Autlán, Jalisco; Olivia Hernández Hernández, de Uruapan, Michoacán. Nació después de Martha, Juany, Carlos y Rebeca. De clase humilde, los Ponce de León llegaron a Monterrey con una mano atrás y otra adelante. Mi abuelo, autodidacta e integrante del Partido Comunista, trabajaba en la construcción de presas y vías, luego fue taxista y más tarde se la roló en la cosa sindical como líder de no sé qué porque hasta ahora nadie me ha querido contar. Olivia no terminó la primaria, pero compartió con su esposo sus creencias, y siempre dijo a sus hijas que tenían que estudiar y prepararse porque, y cito: “si les toca un cabrón huevón lo manden a la chingada”.
Vivían en una casa compuesta por dos cuartos, uno de los cuales era cocina y otra recámara, en la colonia Terminal, en el centro, allá por Colón y Félix U. Gómez, que tenía el baño afuera, en el patio. Olivia lavaba y planchaba ajeno para complementar el gasto, ya después Martha fue maestra, Juany enfermera, Carlos dibujante industrial, Rebeca secretaria bilingüe y Alma maestra, así que la situación mejoró. Esa casa aun sigue ahí, fue tapiada años después de que se mudaron a Burócratas Federales, al poniente. Nadie de los vecinos sabe a quién pertenece.
Esa familia vivía en un matriarcado. Olivia era quien ponía y disponía de los recursos e imponía el orden, quienes la conocieron hablan de su carácter serio, estricto, pero amable. Carlos también tenía lo suyo, pero en algunas cartas que le escribía a su mujer desde el DF u otra parte siempre incluía las frases: “aquí te mando unos centavos” y “no le pegues a los niños. Tu Carlos”. A pesar de su distancia como padre, como era la costumbre, demostraba su amor por ejemplo, cuando acudía a un cervecería y compraba una jarra de cerveza bien fría, que llevaba al hospital donde Juany trabajaba (dicen que en esos tiempos era costumbre).
Cuando era niña, a Alma siempre la hacían enojar diciéndole “piernas de palo”. Cuando creció nada quedó de esa imagen más que sus enormes ojos verdes, que lo mismo podían ser iracundos que afectuosos. Daba órdenes con la mirada, no necesitaba más. Yo la conocí callada, reservada, aunque sus hermanas y amigas dicen que antes de casarse no paraba de hablar. Que era rebelde y “chingaquedito”. Que no saben qué le pasó luego del matrimonio. Yo sí, pero me lo reservo.
Alma tuvo una hija y dos hijos. Fue maestra durante 28 años. Se divorció y empezó de cero. Creía en Dios pero no le gustaba ir a las iglesias, decía que no era necesario. Confiaba en la gente y cuando hablaba no tenía pelos en la lengua. Lidió con la epilepsia toda su vida. Amó y recibió amor, y supo aceptar cuando los hijos crecieron. “Aprendí que a los hijos hay que agarrarlos de la mano lo más que se pueda, porque luego se van a soltar y hay que aprovechar ese tiempo”. Cuando me mudé le escribí una carta donde le dije: sigo tomada de tu mano.
Todavía no sé qué tan feliz fue. Quizá pudo serlo más. Ya no especulo. Será la paz.
Hoy Alma Patricia Ponce de León Hernández cumpliría 51 años de edad. Era mamá, amiga, pilar, hermana, ex esposa, tía, colega. Pero sobre todo, era una mujer. Una mujer que nació un poco antes de la liberación femenina y que le tocó vivir muchos cambios en la forma de vida de todas nosotras. Sin ir más lejos, la oportunidad de estudiar dos carreras, de elegir si se tomaba la píldora anticonceptiva o no y de decidir sobre su vida, así nomás.
Creció en una familia compuesta por Carlos Ponce de León Cedano, oriundo de Autlán, Jalisco; Olivia Hernández Hernández, de Uruapan, Michoacán. Nació después de Martha, Juany, Carlos y Rebeca. De clase humilde, los Ponce de León llegaron a Monterrey con una mano atrás y otra adelante. Mi abuelo, autodidacta e integrante del Partido Comunista, trabajaba en la construcción de presas y vías, luego fue taxista y más tarde se la roló en la cosa sindical como líder de no sé qué porque hasta ahora nadie me ha querido contar. Olivia no terminó la primaria, pero compartió con su esposo sus creencias, y siempre dijo a sus hijas que tenían que estudiar y prepararse porque, y cito: “si les toca un cabrón huevón lo manden a la chingada”.
Vivían en una casa compuesta por dos cuartos, uno de los cuales era cocina y otra recámara, en la colonia Terminal, en el centro, allá por Colón y Félix U. Gómez, que tenía el baño afuera, en el patio. Olivia lavaba y planchaba ajeno para complementar el gasto, ya después Martha fue maestra, Juany enfermera, Carlos dibujante industrial, Rebeca secretaria bilingüe y Alma maestra, así que la situación mejoró. Esa casa aun sigue ahí, fue tapiada años después de que se mudaron a Burócratas Federales, al poniente. Nadie de los vecinos sabe a quién pertenece.
Esa familia vivía en un matriarcado. Olivia era quien ponía y disponía de los recursos e imponía el orden, quienes la conocieron hablan de su carácter serio, estricto, pero amable. Carlos también tenía lo suyo, pero en algunas cartas que le escribía a su mujer desde el DF u otra parte siempre incluía las frases: “aquí te mando unos centavos” y “no le pegues a los niños. Tu Carlos”. A pesar de su distancia como padre, como era la costumbre, demostraba su amor por ejemplo, cuando acudía a un cervecería y compraba una jarra de cerveza bien fría, que llevaba al hospital donde Juany trabajaba (dicen que en esos tiempos era costumbre).
Cuando era niña, a Alma siempre la hacían enojar diciéndole “piernas de palo”. Cuando creció nada quedó de esa imagen más que sus enormes ojos verdes, que lo mismo podían ser iracundos que afectuosos. Daba órdenes con la mirada, no necesitaba más. Yo la conocí callada, reservada, aunque sus hermanas y amigas dicen que antes de casarse no paraba de hablar. Que era rebelde y “chingaquedito”. Que no saben qué le pasó luego del matrimonio. Yo sí, pero me lo reservo.
Alma tuvo una hija y dos hijos. Fue maestra durante 28 años. Se divorció y empezó de cero. Creía en Dios pero no le gustaba ir a las iglesias, decía que no era necesario. Confiaba en la gente y cuando hablaba no tenía pelos en la lengua. Lidió con la epilepsia toda su vida. Amó y recibió amor, y supo aceptar cuando los hijos crecieron. “Aprendí que a los hijos hay que agarrarlos de la mano lo más que se pueda, porque luego se van a soltar y hay que aprovechar ese tiempo”. Cuando me mudé le escribí una carta donde le dije: sigo tomada de tu mano.
Todavía no sé qué tan feliz fue. Quizá pudo serlo más. Ya no especulo. Será la paz.
Comentarios
Un abrazo.
Pues como no me han dejado lugar, pongo mi mano donde más la necesites, (macorina cochambrosa, hasta acá oí tu autoreply).
Y además de la mano, todo lo demás. Pa que hacemos inventario.
Salut y larga memoria a las Almas nutricias.
Te quiero mucho, D
yo tambien tengo hijos me gusto mucho esa frase “Aprendí que a los hijos hay que agarrarlos de la mano lo más que se pueda, porque luego se van a soltar y hay que aprovechar ese tiempo”...Tiempo que hay veces que quisieramos avance lento!!
saludos!
En fin, no me tocó a doña Pato, pero es obvio que era una buena mujer, de esas que no dejan que los cabrones huevones como uno se pase se listo.
Buena su vaina, pana
Saludos!!!!