Beautiful darkness

Don Carlos no temía a la oscuridad. Al menos esa idea tengo cuando recuerdo su costumbre de no encender ninguna luz por las noches.

Su casa, ubicada en la Burócratas Federales, se tornaba una cueva de penumbras y silencio que siempre nos recibía luego de las salidas familiares de fin de semana, en contraste con el resto de la cuadra. La mayoría de las veces las pasaba dentro, pero a veces permanecía horas sentado en su mecedora de hierro forjado con tejido de plástico multicolor, al acecho del avance de la noche.

Cuando era niña, a veces me tomaba de la mano e íbamos al inicio del pasillo que daba al patio, que después de las 20:00 y sin luz se antojaba interminable. Entonces Don Carlos, también llamado por sus nietos El abuelo Chufas o Pantuflas, un hombre alto, con cierto aire quijotesco, de largas manos, abría sus de por sí enormes ojos y me decía con tono entre grave y cómico: "Ahí está el diabloooo", mientras apuntaba con el índice el negro final del pasillo.

Aquello era una suerte de juego entre ambos, pues no recuerdo que me asustara, y cada sábado que lo visitábamos yo esperaba ese momento al igual que cuando me llevaba al Parque España o a sus juegos de dominó con sus cuates.

Ahora recuerdo esto porque me he dado cuenta que también me gusta la oscuridad y el silencio. Lo malo es que, a diferencia de hace casi treinta años, pareciera que disfrutar de ambas cosas se torna cada vez más complicado...

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