Sin título

Aunque siempre se distinguió por su notable capacidad de observación, la incoherente jamás había puesto atención a los dedos humanos. Acostumbrada a usarlos para asuntos cotidianos como manipular una pluma, teclear, abrir un refresco, tomar un cigarro, manosear el cuerpo de alguien o hacer piojito a su mascota, el caso es que sólo los miraba cuando sufrían algún corte con el cuchillo de cocina mientras quitaba la cáscara de alguna piña, y en el mejor de los casos les miraba de refilón porque no quedaba de otra.

Sin embargo, una noche mientras bebía cerveza en un bar y miraba desde la barra la calle a través de un ventanal que al parecer databa de los años treinta -gracias al cual a ratos se imaginaba estar dentro de una versión local de Nighthawks- vio pasar a un hombre. Un tipo ordinario como de su edad, barba poblada, ojos con espíritu de animal cansado, cuerpo promedio ligeramente encorvado, de andar tenso pero contenido, como si no se decidiera a imprimir velocidad o fuerza al siguiente paso.
El hombre recorría despacio y por completo la cuadra del bar, de esquina a esquina, por eso desaparecía momentáneamente del campo de visión de la incoherente. Fumaba Marlboro etiqueta roja. Lo supo por el color del filtro.

Entonces se fijó en los dedos. Largos, velludos, falanges intermedias abultadas y las distales del índice y medio de la mano derecha con señas de haber sido mordisqueadas debido a la ansiedad, así como los nudillos; piel con apariencia polvosa producto de la resequedad, uñas casi reducidas a medias lunas gracias a la manía de ruñirlas. No quiso pensar cómo serían sus dientes frontales. Por un segundo los imaginó como los de un roedor; sacudió la cabeza para sacarse esa idea.

De pronto cayó en cuenta de algo. A pesar de que la distancia entre la barra, el ventanal y la calle -donde estaba el sujeto- no era mucha, era imposible apreciar tanto los detalles de la calidad de la piel como las uñas, aún y si lo atribuyera a la potente iluminación de los postes de luz mercurial diseminados por la calle.
El hombre pensaba en algo, y parecía que a medida que dedicaba más trabajo neuronal a sus cavilaciones, la tarea se complicaba, puesto que el ceño fruncido iba in crescendo.

Volvió a los dedos. Les vio restos de padrastros. Comenzó a preocuparse porque era incomprensible cómo además del factor distancia -y del hecho de que era miope y no tenía puestos los anteojos- podía apreciar ese detalle.

Se preguntó qué haría ese hombre, en qué trabajaría, qué objetos haría suyos con sus manos. En qué momento del día se entregaría al tic de arrancarse la piel de las orillas de los dedos y si le dolerían las microheridas que deja esa costumbre.

Sería porque iba en la onceava cerveza o no había dormido bien las últimas tres noches, pero a la incoherente le dio por dejarse llevar. ¿Qué papel jugarían los padrastros si ese hombre usara sus dedos en recorrer las páginas de un libro, limpiara los azulejos de un baño o se afanaran amorosamente en rozar con las yemas de los dedos los secretos mejor guardados de un ser humano, precisamente aquellos que lo arriesgan a ser vulnerable?

¿Sería conveniente dejarlos crecer y potenciar sus efectos al tacto? ¿A ella le parecería agradable?¿Se estaría perdiendo de algo?¿Debería usar gel antibacterial o guantes de látex, o mejor cortarlos de raíz con el cortauñas?¿Tendría que salir, encarar al tipo, darle el número de su manicurista, recibir una mirada de asombro y zanjar el asunto? ¿O darle el suyo, invitarle un trago, recibir la misma mirada de asombro y terminar llevándolo con la manicurista al día siguiente luego de despertar entrada la tarde con resaca y ocho horas de sexo?¿Y todo eso por unos dedos por los que quizá nadie daría un peso porque eran unos dedos comunes y corrientes, incluso feos por esas falanges intermedias abultadas que le recordaban los huesos de pollo?¿Tendría que cambiar de marca de cerveza o de plano cambiarla por vino tinto para dejar de pensar en tanta idiotez?

El timbre de su celular calló de golpe la sinapsis. La incoherente tomó el aparato. Era una estúpida promoción de la compañía telefónica de cinco por ciento de tiempo aire gratis en la compra de cien pesos en tiendas de conveniencia. Guardó el teléfono en el bolsillo izquierdo del saco y volteó hacia la calle en busca del hombre.

Llovía. El hombre y sus dedos largos, de falanges y nudillos mordidos y abultados, de piel reseca, uñas casi inexistentes y padrastros incluidos se había marchado.
Afuera, corrientes de viento frío jugaban con la luz de los postes y creaban juegos de sombras con el asfalto como fondo.

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