De evasión y otredades

Caminar es mi ejercicio de evasión por excelencia. No dando vueltas en círculo en un parque, tampoco en un aparato de gimnasio. Eso me sabe más como a rueda de hámster.

Debo hacerlo por calles, entre más escondidas mejor. Lo complemento con la observación de detalles, edificios, rostros de gente, aves volando por el cielo, nomenclaturas, anuncios panorámicos. Perderse en las calles es un abandono pleno, es el flojito y cooperando de las emociones.

En uno de sus libros, mi gurú Juan José Millás narra una historia donde él y un amigo cuando eran niños jugaban a salir a las calles e imaginar que recorrían no las calles de su barrio, sino las rúas de alguna otra ciudad, aunque quizá en su adultez jamás la conocieran. Así, un día podrían gastar suela en Amsterdam, Bruselas, San Juan de los Palotes, Gatos Güeros o el sitio que más gordo les caiga. La otredad, siempre presente. Gloriosa pero también dolorosa, caótica, perturbadora, desoladora, fascinante. Insoportable.

En mí, caminar tiene como requisito obligatorio ser una actividad que debo hacer sola. Un buen amigo loquero me dijo una vez que mis escapadas tienen tintes de evasión, de huir de algo, o quizá de intentar volver a algo. Le doy la razón a lo primero, jamás a lo segundo. En mi historia, el pasado está bien donde está y volver a él es perder el tiempo, los cerca de veinte años de vida que me quedan, más o menos.

Y una de las pocas cosas que me inflaman de rabia es perder.

Por eso en cuanto puedo huyo de la ciudad –otra de las razones–, por fastidio, por miedo a veces. Irónicamente, el mismo miedo que me hace volver a ella después de un tiempo, aunque a veces lo disfrazo de obligaciones.

Puedes ser feliz con lo que tienes y lo que eres. Pero la vida siempre está en otras partes. Y hay días en que hace falta la otredad.

Cada vez tengo más cosas de las cuales deseo escapar, y menos calles para hacerlo. Qué vida, me dice Millás al oído.

Y le respondo en mi mente: Juanjo, qué pinche vida.

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