Días susurrantes




Pocos momentos son tan estimulantes como despertar y que los oídos se inunden del sonido de una lluvia calma. Que las persianas dejen entrar en abonos jirones de luz plomiza y el olor a mojado te cosquillee la nariz. El aire frío y no de forma artificial, una piel tibia, el toque del timbal en el momento justo de la sinfonía. El roce de esa piel con la tuya, mejor aún.

Pocos momentos son tan estimulantes como el tacto de las sábanas frías de algodón, y cómo a través de ellas se forman sombras si juegas con la luz de la lámpara de noche puesta sobre el archivero que hace las veces de buró, esa cuyo cable coquetea con tirar al piso el cenicero repleto de colillas y ceniza. O cuando, en medio de toda esa aria sensitiva, percibes los aromas a café recién hecho y tostadas francesas que te llaman melosamente desde la cocina.

Pocos momentos son tan estimulantes como…la vigilia le dio un codazo. Abrió los ojos. Pudo ver el mango del fuete milisegundos antes de que el golpe le cruzara el rostro.

-Me cansé de ser buena. Ya lo sabes-.


Pocos momentos son tan estimulantes como despertar y que los oídos se inunden del sonido de una lluvia calma. Aunque no siempre sea de agua.

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