Leaving Las Vegas
Abro la puerta luego de diez minutos de batallar con la cerradura que se come las llaves. Estuve a punto de romper una de ellas antes de darme cuenta que el seguro no estaba puesto.
Las bisagras de la puerta chirriaron de forma inusual. Eso no lo pensé sino hasta ahora que aguardo mi turno para recibir el acta de defunción.
Dentro de casa, extiendo mi brazo derecho y con la mano enciendo la luz del vestíbulo. Una pinche luz de neón que me da dolor de cabeza casi de inmediato. Aviento el bolso en el sillón, me quito el chal y lo dejo caer sobre la mesa.
Me asomo a las escaleras y pregunto:
¿Estás ahí?
Nada.
Mientras subo los peldaños rumbo al segundo piso repito la pregunta un par de veces. Y nada.
Entro a la recámara. Las persianas cerradas. La cama perfectamente tendida. Paso al baño. Huele a tierra mojada. La llave del agua caliente gotea. Me enojo. Tras farfullar un “mta, madre” salgo de ahí.
Camino a la otra habitación, especie de estudio y galería del humor. La habitación está caliente porque el sol pega de lleno toda la tarde. El cerebro ordena a los pies de escapar de ahí.
Y con la variación térmica el impacto.
Golpe mental al estómago. Los ojos abiertos como platos, la mirada fija, pupilas dilatadas; las manos frías, los pies también. El cuerpo rígido. Ahí, frente a mí. Tiemblo. Busco, no sé qué. No hay signos de violencia, tampoco manchas. Me acerco, pero de inmediato me reprimo. Dicen que no hay que alterar la escena del crimen, que primero hay que investigar, buscar indicios, algo que te dé la pista de qué es lo que pudo haber ocurrido y quién pudo ser el responsable.
Suena el celular. Una joven con voz fresa me pregunta si deseo una tarjeta de crédito. Le digo que no ipso facto. Cuelgo. Volteo a mirar de nuevo. Todo sigue igual. Vuelve a sonar el teléfono. Es la Tere. Me dice que qué pedo, que si ya estoy lista para una sesión maratónica de Sex and the city. Le digo que le llamo luego. Pregunta que si estoy en el baño liberando a Willy o qué chingados, porque no es normal que conteste así cuando de Sex and the city se trata. Ta gueno, para la otra te recomiendo que te eches medio kilo de ciruela pasa para que aflojes más fácil, me dijo. Cuelgo.
Sigo sin saber qué hacer. Y me quedo ahí, de pie, hasta que anochece.
Decido que no puedo resistir ver más. Así que voy por un trapeador, escoba, trapeador, recogedor y una bolsa de basura de las grandes, con doble refuerzo y jareta. Y procedo a recoger los restos de Ruperto, el cactus botijón que traje de contrabando en mi último viaje a Arizona.
Arreglado Matamoros prendo un cigarro y me asomo por la ventana. Mi gato en medio del patio, está echado y no se mueve. Recordé no haberle cerrado la ventana por la mañana antes de salir, porque tenía el vicio de afilarse las uñas en la cortina.
La vida sería más sencilla para todos si fuéramos gatos, perros, pericos australianos, marmotas o peces dorados. Así no tendríamos que hacer filas de espera en una notaría una mañana cualquiera en espera de un acta de defunción de amigas que se ponen bien arriba, deciden que su vida es una mierda y se cuelgan de la regadera usando un brassier como soga.
Las bisagras de la puerta chirriaron de forma inusual. Eso no lo pensé sino hasta ahora que aguardo mi turno para recibir el acta de defunción.
Dentro de casa, extiendo mi brazo derecho y con la mano enciendo la luz del vestíbulo. Una pinche luz de neón que me da dolor de cabeza casi de inmediato. Aviento el bolso en el sillón, me quito el chal y lo dejo caer sobre la mesa.
Me asomo a las escaleras y pregunto:
¿Estás ahí?
Nada.
Mientras subo los peldaños rumbo al segundo piso repito la pregunta un par de veces. Y nada.
Entro a la recámara. Las persianas cerradas. La cama perfectamente tendida. Paso al baño. Huele a tierra mojada. La llave del agua caliente gotea. Me enojo. Tras farfullar un “mta, madre” salgo de ahí.
Camino a la otra habitación, especie de estudio y galería del humor. La habitación está caliente porque el sol pega de lleno toda la tarde. El cerebro ordena a los pies de escapar de ahí.
Y con la variación térmica el impacto.
Golpe mental al estómago. Los ojos abiertos como platos, la mirada fija, pupilas dilatadas; las manos frías, los pies también. El cuerpo rígido. Ahí, frente a mí. Tiemblo. Busco, no sé qué. No hay signos de violencia, tampoco manchas. Me acerco, pero de inmediato me reprimo. Dicen que no hay que alterar la escena del crimen, que primero hay que investigar, buscar indicios, algo que te dé la pista de qué es lo que pudo haber ocurrido y quién pudo ser el responsable.
Suena el celular. Una joven con voz fresa me pregunta si deseo una tarjeta de crédito. Le digo que no ipso facto. Cuelgo. Volteo a mirar de nuevo. Todo sigue igual. Vuelve a sonar el teléfono. Es la Tere. Me dice que qué pedo, que si ya estoy lista para una sesión maratónica de Sex and the city. Le digo que le llamo luego. Pregunta que si estoy en el baño liberando a Willy o qué chingados, porque no es normal que conteste así cuando de Sex and the city se trata. Ta gueno, para la otra te recomiendo que te eches medio kilo de ciruela pasa para que aflojes más fácil, me dijo. Cuelgo.
Sigo sin saber qué hacer. Y me quedo ahí, de pie, hasta que anochece.
Decido que no puedo resistir ver más. Así que voy por un trapeador, escoba, trapeador, recogedor y una bolsa de basura de las grandes, con doble refuerzo y jareta. Y procedo a recoger los restos de Ruperto, el cactus botijón que traje de contrabando en mi último viaje a Arizona.
Arreglado Matamoros prendo un cigarro y me asomo por la ventana. Mi gato en medio del patio, está echado y no se mueve. Recordé no haberle cerrado la ventana por la mañana antes de salir, porque tenía el vicio de afilarse las uñas en la cortina.
La vida sería más sencilla para todos si fuéramos gatos, perros, pericos australianos, marmotas o peces dorados. Así no tendríamos que hacer filas de espera en una notaría una mañana cualquiera en espera de un acta de defunción de amigas que se ponen bien arriba, deciden que su vida es una mierda y se cuelgan de la regadera usando un brassier como soga.
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